Agitación mental y física, inquietud o sensación de estar atrapado, dificultad para concentrarse, irritabilidad, tensión muscular, fatiga, problemas de sueño, disminución o aumento del apetito… Sus síntomas más habituales son bien conocidos; y quien más y quien menos, toda persona ha experimentado los efectos de la ansiedad, el estrés o los comúnmente denominados nervios.
¿Por qué es tan común?
La ansiedad forma parte del día a día porque es un mecanismo biológico, funcional y automático de afrontamiento ante situaciones percibidas como amenazantes o complicadas. Es biológico porque forma parte del repertorio de recursos fisiológicos con los que cuenta nuestro organismo al menos desde que somos homo sapiens. Es funcional porque “funciona” o tiene una función, una utilidad, que consiste en activar el organismo para conseguir afrontar de la mejor forma posible una amenaza, un reto o un problema sea del tipo que sea. Y es automático porque se dispara independientemente de que la persona quiera o no, y no puede controlarse de manera directa.
En definitiva, un nivel moderado de ansiedad (o activación) es necesario para efectuar las tareas del día a día con un rendimiento aceptable. Esto es precisamente lo que explica la ley de Yerkes-Dodson, la cual expone de manera gráfica la relación entre activación y rendimiento de tal forma que los resultados no serán óptimos si se excede un nivel moderado de ansiedad porque se producirá una sobrecarga del sistema, pero tampoco si no se llega a este nivel moderado porque el sistema no llegaría a ponerse en marcha. Esto puede comprobarse fácilmente si se piensa en tareas como dar una conferencia en público, hacer un examen o realizar una prueba deportiva.
Entonces, ¿la ansiedad no es mala?
No. Pero puede convertirse en perjudicial.
Ocurre lo mismo que con cualquier otro mecanismo automático de afrontamiento como puede ser la ira, la cual puede resultar buena porque mueve al individuo a la acción ante una situación que se percibe injusta, pero que si se excede en intensidad o permanece durante largos periodos de tiempo puede revertir en perjuicios para uno mismo y para otros.
En el caso de la ansiedad, el problema aparece cuando la ansiedad se dispara ante situaciones que no requieren esta respuesta (ya sea porque la persona interpreta como amenazante o complicada una situación que no lo es o porque interpreta que los medios con los que cuenta para hacerla frente son insuficientes) o cuando el organismo no consigue regresar a niveles de activación basales después de un episodio y se mantiene en niveles altos que lo desgastan.
¿Qué se puede hacer para atajarlo?
Debido a que en ocasiones la percepción de amenaza que activa la ansiedad no es real, una reevaluación objetiva de las exigencias del día a día con la ayuda de un agente externo puede resultar muy beneficiosa.
No obstante, cuando estas exigencias diarias son realmente muy demandantes para la persona, han de entrar en juego otras técnicas de intervención tales como la dotación de habilidades y métodos de resolución de problemas, la inoculación de estrés, el control de contingencias, el autocontrol o la relajación autógena, progresiva y/o mediante respiración.
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